domingo, 2 de octubre de 2011

perpetua

Cuando Lalaía cumplió los doce Perpetua cambió de manos. Durante miles de años había sido gobernada por los Conservacionistas y sus habitantes vivían orgullosos, contemplando una ciudad que no había cambiado en siglos. Todo, absolutamente todo, se mantenía en pie y como el primer día. Y cuando digo el primer día, me refiero al primer día de su historia. Cuando el poblado creció, levantando un templo y un mercado y el teatro.
Lalaía estaba confusa. Ella sabía, por sus padres y profesores, lo importante que era mantener intacto el pasado. Y, además, le encantaba Perpetua: con su poblado prerrománico y justo al lado,  mezclándose con él, el pueblo romano con sus callejuelas empedradas y su mercado pegadito a la muralla. Y no entendía porque los Renovadores anunciaban, con aquel aire de fiesta, que pensaban derribar dos calles del románico y tres del gótico, para levantar un parque.
Una mañana transparente, Lalaía sintió que el suelo temblaba como un cachorro asustado y salió corriendo a la calle, presintiendo que lo peor ya estaba sucediendo.
Frente a su casa había desaparecido todo y en su lugar, había una gran grieta negra con labios de asfalto que abría el suelo de par en par y de arriba bajo.
Lalaía que, era más curiosa que valiente, se asomó al túnel y asombrada vio que a cuatro patas y maldiciendo, se le acercaba un muchacho moreno y de grandes y blancos dientes. Gracias a la tele supo que el chico era árabe, y automáticamente decidió que le gustaban sus modales suaves y sus ojos oscuros y tranquilos.
El chico se sentó junto a Lalaía y en silencio se dispuso a esperar frente al agujero. Pasaron las horas y en una noche, fueron surgiendo de las entrañas de la tierra la madre y su futura esposa, y un primo abogado y una florista que también era prima de Said. Cuando estuvieron todos, incluidos tres camellos y una mula, se despidieron de Lalaía y se marcharon a buscar su sitio. Y ella sintió lastima pensando en los kilómetros de historia que tendrían que recorrer hasta encontrar un espacio libre donde levantar su jaima.
Estaba a punto de amanecer cuando Lalaía vio surgir del agujero a un anciano acompañado por tres cabras. Se han ido hace un rato, comentó sin poder aguantarse y señalando al norte. El hombre se sentó al pie del agujero y fue ordeñando sus cabras hasta llenar una escudilla que ofreció a Lalaía.
Venimos de muy lejos, Lalaía, pero no tenemos prisa, le dijo el hombre a la chiquilla.
Ya estuvimos aquí antes. Cuando todo esto no existía. Inmediatamente comprendió que el anciano le mentía. Ella conocía perfectamente la arquitectura de cada pueblo y cada época, y en Perpetua no había ni una piedra musulmana.
El anciano se levantó y tomando de la mano a Lalaía la llevo a recorrer las ciudades antiguas que formaban Perpetua. Al llegar al centro, es decir, al principio de los tiempos y de la ciudad, el anciano se sentó sobre un murete que inmediatamente se deshizo, dando él con los huesos en el suelo: Todo esto no existe, Lalaía. No se puede tocar. Es historia muerta.
El poblado se deshacía mientras ellos hablaban y la chiquilla sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. Que sólo la muerte podía esperarles después de aquel desastre.
Estaba a punto de salir corriendo, cuando vio que sobre el polvo de las ruinas comenzaban a surgir flores inmensas de tela y bajo ellas, un enjambre de hombres y mujeres, morenos y altos como Said, se disponían a vivir sin problemas. Los colores no se deshacían y la historia, si es que había existido alguna vez, parecía dar la bienvenida a todos aquellos extraños que campaban a sus anchas por aquellas calles nuevas, distintas y llenas de luz.
estibaliz san sebastián

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